Cuando llegué a casa, y tú aún no me conocías bien, quemé varios desayunos. Luego me cogiste el truco y empecé a broncear el pan a tu gusto. Recuerdo el día en que asusté a tu madre. La pobre mujer no se esperaba que el pan fuese a salir tan rápido, de forma tan repentina. Ese día le vi las bragas. Lo que menos me gusta en esta vida es que me pongas boca abajo en el fregadero y me des golpecitos para sacudirme. Todavía te precipitas en sacarme las rodajas y te quemas los dedos: ¡desesperado! No sé si a tu edad aprenderás a esperar un pizco. Yo sí espero. Y cada día, conservando el calor, te pregunto: ¿quedamos mañana en el mismo lugar y a la misma hora que siempre?
Éste texto fue un breve ejercicio para la asignatura de "Creatividad publicitaria I".